EL ESPEJO
Iba y venía por la casa como todos los días; haciendo varias
cosas a la vez, juntando las prendas para lavar, ordenando en los estantes esos libros que había elegido cada
día de la semana y que no tuvo tiempo de leer, quitando el polvo de los muebles
que yacían quietos a la espera de alguna mirada, o caricia. La casa estaba
quieta, en su lugar de siempre. Quien pudiera mirarla desde afuera jamás se
imaginaría el revuelo que ella armaba adentro yendo de aquí para allá. Siempre
en silencio.
En una de esas pasadas frente al espejo, que en tantas otras
evitó mirar, se vio. Se vio tal cual era pero pasó de largo con las manos
llenas de objetos que serían colocados en sus respectivos lugares. Porque cada
cosa debía permanecer allí, donde la dejaba, para no perderla. No lo era del
todo, pero era un poco obsesiva con esas cosas. Además no hay que olvidar que
últimamente le costaba recordar, ni sabía por qué ni le interesaba.
Inquieta porque la presencia del espejo la ponía un poco
ansiosa, trataba de evitar pasar por delante. No se sabe qué creía que
encontraría, pero al parecer algo había cambiado y no era posible perder tiempo
en quedarse ahí, ridículamente mirándose al espejo con tanto para hacer. Así
que buscaba qué ordenar o limpiar en otro sector de la casa.
Había a la vez una necesidad de mirarse para reconocerse y un
rechazo a aceptar el paso del tiempo. Más que el paso del tiempo, lo que le
costaba asimilar eran sus huellas. En sí, el tiempo también la acosaba, porque
parecía que se aceleraba, que cada vez todo, absolutamente todo, duraba mucho
menos. Pero no pudo; así como estaba, con una escoba en una mano y una toalla
vieja en la otra, se acercó al espejo. Para ella era un cruel conocido que le
daba detalles minúsculos de los cambios de los últimos tiempos. Era como un
encarcelado, que había quedado atrapado ahí, en el más allá del vidrio, entre
el vidrio y el mercurio que se manejaba con tanta sinceridad que hería. Pero se
arriesgó y se paró delante de él. Lo miró de frente, de costado, del otro; casi
no pudo ponerse de espaldas y mirarlo pero lo intentó. Probaba con diferentes
posiciones, también se acercaba y se alejaba. Tuvo que escucharlo, no quedó más
opción.
Ella estaba de frente a él a unos dos metros; se quedó
inmóvil, bajó los brazos, se relajó y abrió los oídos. La escoba y la toalla
habían caído quién sabe en qué momento. Su boca se abrió, su cabeza se adelantó
un poco y comenzó a acercarse. El silencio no era silencio; el espejo gritaba
pero ella se acercaba cada vez más y ahora hasta ladeaba la cabeza aún con los
brazos colgando al costado del cuerpo. Pegó su mejilla en el helado vidrio y
miró el color de sus ojos, las arrugas que se dibujaron en su entorno; observó
el tamaño de los poros de la nariz y la frente; algún bello cano en la cabeza y
otro oscuro sobre el labio superior y el mentón. Se alejó, de costado pudo ver
que sus glúteos habían optado por prestarle su volumen al abdomen y que sobre
la cintura había una línea que, levantando el brazo se veía bajar desde el
omóplato hacia la cadera. De frente el espejo le advirtió que sus pies, sus
rodillas y sus caderas estaban abriéndose hacia afuera y que debía intentar
enderezarlo todo cuando caminara. Entonces empezó a practicar caminando hacia
el espejo y se miraba los pies que se rozaban por el tobillo para ir en línea
recta, ¿así?, le preguntaba al espejo, y caminó, caminó hasta agotarse, siempre
hacia adelante.
Aún no pudo volver, está allí, entre el vidrio y el mercurio.
Quizá quien se pare delante la escuche gritar cuánto le han hecho los años.
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